lunes, 12 de enero de 2009

10 libros para entender que es ciencia

William Harvey y la circulación de la sangre - 1628

De motu cordis, como casi todas las grandes obras científicas originales, es extraordinariamente farragosa, aunque bastante más comprensible que otras. Además, Harvey solía escribir muy mal mezclando un espantoso latín con un poco refinado inglés. Sin embargo, De motu cordis tiene algo tremendamente original en relación a otros grandes libros de medicina. A lo largo de toda la obra se describen con gran cuidado y rigor las observaciones, después se compara con lo que han dicho otros autores (aunque de los que realmente habían hecho el trabajo como Servet y los italianos, sólo citó a Colombo, y no en lo más importante), y, finalmente, se interpretan los hechos observados sin ir un paso más allá de lo que permiten. Eso, salvo el paréntesis, es ciencia. El mérito de Harvey en este sentido es doble, porque él siempre fue un admirador de Galeno y de Aristóteles, los cuales generalizaban a la primera de cambio sin basarse apenas en hechos observados, en datos y mucho menos en experimentos.

El lector debe recordar lo que se ha dicho a grandes rasgos sobre la circulación de la sangre, porque eso es sucintamente lo que Harvey explica en los distintos capítulos de De motu cordis. Los primeros siete capítulos los dedica a detallar la anatomía del corazón y de los vasos sanguíneos que parten o llegan a él. Aurículas, ventrículos y las válvulas entre esas cavidades se describen de manera literaria un tanto pesada, pero magistral desde un punto de vista médico. También, hablando de la arteria pulmonar y el movimiento de la sangre en ellas, describe la circulación menor de una manera correcta en su sentido y funciones. Lo que no hace, como ha quedado dicho, es establecer la conexión entre venas y arterias a través de los vasos capilares.Y otra cosa que hace Harvey en los siete primeros capítulos de De motu cordis es dejar sentada la función del corazón como bomba hidráulica. Así, clarifica los movimientos cardíacos de manera acertada: las contracciones de las aurículas y los ventrículos están diferenciadas, y aquéllas preceden a éstas. Si el lector lo piensa bien, no es ninguna banalidad; de hecho, a lo largo de los siglos, numerosos médicos dejaron escrito que los movimientos del corazón eran un misterio casi imposible de desentrañar. Es curioso, y no demasiado desagradable, el método que usó Harvey para demostrar lo dicho anteriormente.Veía que los latidos del corazón de los animales superiores que diseccionaba vivos eran demasiado rápidos (y más aterrorizados en medio de espantosos sufrimientos). Optó, afortunadamente, por pescados, a los cuales, por ser de sangre fría y en apariencia menos sensibles, el corazón les latía más lentamente. Cuando ya tenía clara sospecha de que las aurículas se contraían antes que los ventrículos, probó con mamíferos grandes dejándolos morir. Cuando estaban a punto de fenecer, se ponía claramente de manifiesto lo anterior, que se contraía la aurícula llenando de sangre el ventrículo vecino que hasta entonces no se contraía impeliendo la sangre al circuito. Era una barbaridad cruel, pero con todos los ingredientes de un experimento científico. Lo único realmente criticable de los capítulos siete y ocho de De motu cordis es que Harvey describe triunfal, apoteósicamente, lo que Servet, e incluso Galeno, habían descrito: la circulación llamada menor o pulmonar, o sea, que la sangre fluye del lado derecho del corazón al izquierdo pasando por los pulmones. A Galeno lo cita, pero no como un antecesor catorce siglos anterior a él, sino casi como un discípulo poco aventajado.

A partir del capítulo 8, es cuando De motu cordis empieza a ser grandioso. De entrada, plantea la hipótesis de que la sangre recorre todo el cuerpo impulsada por el corazón, o sea, la circulación mayor. Después describe cuál ha de ser el proceso dando detalles comprobables, por ejemplo, con perros. Sostenía que, de acuerdo con el volumen del ventrículo izquierdo y el número de latidos por minuto, la cantidad de sangre impulsada por el corazón en media hora equivalía a la sangre total del cuerpo del animal. (Unas «tres libras», es decir, litro y medio, y mejor no describimos cómo lo comprobaba.) La conclusión de la observación y los posteriores experimentos era obvia: la sangre circulaba por todo el cuerpo continuamente.

Otros experimentos que describe Harvey son fascinantes, sobre todo porque su sencillez es directamente proporcional a la relevancia de sus conclusiones. A eso los científicos lo llamamos elegancia. Por ejemplo, diseccionaba una serpiente viva y empezaba a obstruir temporalmente sus venas y arterias observando lo que pasaba. No era sólo un ejercicio de, digamos, fontanería, sino que de las observaciones extraía resultados sorprendentes y contrastables. Obstruía una vena y el corazón del animal refrenaba su suministro de sangre a la aorta, y en cuanto la liberaba se reanudaba el bombeo. Después obstruía la aorta, y así sucesivamente. (Pags. 317-319)

"Los hilos de Ariadna", Manuel Lozano Leyva, Debate 2007

Mendeléiev y la tabla periódica - 1869

Mendeléiev relataba que anotaba las propiedades y masas atómicas de los elementos en fichas y cavilaba y las barajaba constantemente durante sus largos viajes en tren por toda Rusia, haciendo (tal como él los llamaba) «solitarios químicos», intentando encontrar un orden, un sistema que permitiera explicar todos los elementos, sus propiedades y masas atómicas.

Había otro hecho fundamental. Durante décadas, no había habido acuerdo acerca de las masas atómicas de muchos elementos. Sólo cuando finalmente se aclaró esto, en el congreso de Karlsruhe de 1860, Mendeléiev y otros pudieron comenzar a pensar en conseguir una completa taxonomía de los elementos. Mendeléiev había ido a Karlsruhe con Borodin (se trataba de un viaje musical además de químico, pues de camino se detuvieron en muchas iglesias y probaron los órganos por sí mismos). Con las masas atómicas anteriores al congreso de Karlsruhe, se podía ver que existían tríadas o grupos, pero no que hubiera ninguna relación numérica entre los propios grupos. Sólo cuando Cannizzaro mostró cómo obtener masas atómicas fiables y que, por ejemplo, las verdaderas masas atómicas de los metales alcalinotérreos (calcio, estroncio y bario) eran 40, 88 y 137 (y no 20, 44 y 68, como se creía), quedó claro lo estrechamente emparentados que estaban estos metales con los alcalinos: el potasio, el rubidio y el cesio. Era esta proximidad, y también la semejanza de las masas atómicas de los halógenos -cloro, bromo y yodo-, lo que impulsó a Mendeléiev, en 1868, a hacer una yuxtaposición de los tres grupos:

Cl ..35,5 ..K ....39 ...Ca ..40
Br..80 .....Rb ..85 ...Sr ..88
I ...127 ....Cs ..133 ..Ba .137

Y fue en ese momento, al ver que la ordenación de los tres grupos de elementos siguiendo el orden de su masa atómica producía una estructura repetitiva —un halógeno seguido de un metal alcalino, y después un metal alcalinotérreo-, cuando Mendeléiev, intuyendo que eso debía de formar parte de una estructura más amplia, dio el salto a la idea de que existía una periodicidad que gobernaba todos los elementos: una Ley Periódica.

Mendeléiev se puso a rellenar su primera tabla periódica, y a continuación la extendió en todas direcciones, como quien llena un crucigrama, lo que requirió algunas atrevidas suposiciones. ¿Qué elemento, se preguntó, estaba químicamente emparentado con los metales alcalinotérreos, e iba detrás del litio en masa atómica? Al parecer, dicho elemento no existía... ¿o sería el berilio, generalmente considerado trivalente, y con una masa atómica de 14,5? ¿Y si en realidad fuera bivalente, y su masa atómica no fuera de 14,5, sino de 9? Entonces iría detrás del litio y encajaría perfectamente en el espacio vacío.

Alternando los cálculos y las corazonadas, moviéndose entre la intuición y el análisis, a las pocas semanas Mendeléiev había tabulado treinta y pico elementos en orden de menor a mayor masa atómica, una tabulación que ahora sugería que había una repetición de propiedades cada ocho elementos. Y se cuenta que en la noche del 16 de febrero de 1869 tuvo un sueño en el que vio casi todos los elementos conocidos dispuestos en una gran tabla. A la mañana siguiente la reprodujo sobre el papel.

La pauta y la lógica de la tabla de Mendeléiev eran tan claras que algunas anomalías destacaban de inmediato. Algunos elementos parecían estar en el lugar equivocado, mientras que había lugares que carecían de elemento. Basándose en sus enormes conocimientos químicos, reubicó media docena de elementos, desafiando las valencias y masas atómicas entonces aceptadas. Con ello, demostró una audacia que escandalizó a sus contemporáneos (Lothar Meyer, por ejemplo, consideró que era monstruoso cambiar las masas atómicas simplemente porque no «encajaban»).

En un acto de suprema seguridad en sí mismo, Mendeléiev reservó varios espacios de su tabla para elementos «todavía desconocidos». Afirmó que extrapolando las propiedades de los elementos que había encima y debajo (y también, hasta cierto punto, de los que había al lado), se podía hacer una predicción fiable de cómo serían esos elementos desconocidos. Fue exactamente lo que hizo en la tabla de 1871, prediciendo con gran detalle un nuevo elemento (el «eka-aluminio») que iría debajo del aluminio en el Grupo III. Cuatro años después, el químico francés Lecoq de Boisbaudran descubrió ese elemento, y lo llamó (ya fuera por patriotismo o en sutil referencia a sí mismo, gallus, el gallo) galio.

La exactitud de la predicción de Mendeléiev fue asombrosa: predijo una masa atómica de 68 (Lecoq obtuvo 69,9) y una gravedad específica de 5,9 (Lecoq obtuvo 5,94), y adivinó un gran número de propiedades físicas y químicas del galio: su fusibilidad, sus óxidos, sus sales, su valencia. Hubo algunas discrepancias iniciales entre las observaciones de Lecoq y las predicciones de Mendeléiev, pero todas ellas se resolvieron rápidamente a favor de Mendeléiev. De hecho, se decía que Mendeléiev conocía mejor las propiedades del galio -un elemento que nunca había visto- que el hombre que lo descubrió. (Pags. 204-208)

"El tío Tungsteno" Oliver Sacks, Anagrama 2003

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